Reseñas y opiniones de libros, voz en poemas, algún escrito propio.
Cualquier cosa improvisada dentro de esa magia que llamamos literatura.

domingo, 23 de marzo de 2014

Detrás de cada tequiero dicho, existe un tequiero no dicho.





Estaban en un restaurante con las manos cerradas. Ella se había encontrado con otro hombre poco antes de llegar a esa mesa, él se sentía tan atrapado que se quitó el cinturón para ir a cenar. Se habían conocido en el colegio, como adolescentes que aprenden a vivir sin saber que lo están haciendo. Después vino todo lo demás, los caminos diferentes, los amigos diferentes, los sueños diferentes. Se querían y se fueron construyendo puentes entre sueños paralelos. Pero eso fue hace mucho tiempo, antes de todos los reproches y las vendas en los ojos, antes de otros labios, otras bocas, otros casi-tequieros. Estaban con las manos cerradas y los hombros apretados, porque él iba a decirlo y ella sabía que lo escucharía. Sin mirarse se vieron en tiempo atrasado, se taponaron venas y oídos con espesas planchas de miedo.
            -Te quiero. –dijo él.
            -Yo también te quiero. –contestó ella.
            Y no hubo más miradas. Y fue una historia como tantas, tan pasajera como eterna. No hubo más remedio que un final no terminado. Pero esa historia es tan monótona, tan repetida, que la conocemos a diminutos detalles con nombrar grandes rasgos. Pero detrás de cada historia, detrás de cada tequiero dicho, existe un tequiero no dicho.
         Y así fue como el tequiero, que aquel hombre que se encontró ella se quedó esperando, se quedó muerto en alguna acera, junto al pescado del día anterior que tiró alguna tienda de ultramarinos. Él fumó cientos de paquetes de cigarrillos para calcinar la cobardía de aquella mujer en la que creyó, para dejar de creer en ella. Aunque el tiempo pasaba lento y él esperaba encontrársela, que ella le dijera que lo hizo, que le dejó pero que nunca se atrevió a llamar. Hasta que apareció un vuelo barato a un país de América del Sur, un vuelo tan barato que alguien que no tiene nada puede permitirse. Alguien que no tiene nada, que no tiene nada que perder, es libre, porque puede permitírselo todo. Incluso meter un par de mudas en una mochila y subir a un avión que tardará cinco días, parando en Estambul, Bangladesh, Londres y Taiwán, antes de llegar a su destino en Uruguay. ¿Por qué Uruguay?, se preguntaron en el aeropuerto al verlo marchar. ¿Por qué no? Ese era el motivo fundamental, que no había un por qué no.
          Así fue como llegó a Uruguay, después de recorrer la soledad y el tiempo, después de no tener nada. Pudo volver a respirar. Sus pulmones volvían a tener una función. Su corazón tenía sentido en aquel cuerpo.
          Empezó a recolectar nada, y a amontonarlo todo. Cuando paseaba tranquilo por una carretera perdida, pasó un coche. Había pasado tanto tiempo que la vida había vuelto a empezar miles de veces. Allí estaba ella, con las manos cerradas, en su viaje de recién casados. Con las manos cerradas. Tan cerradas que no pudo verlo, sólo porque a él le había crecido barba.

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