Estaban en un restaurante con las manos cerradas. Ella se había
encontrado con otro hombre poco antes de llegar a esa mesa, él se sentía tan
atrapado que se quitó el cinturón para ir a cenar. Se habían conocido en el
colegio, como adolescentes que aprenden a vivir sin saber que lo están
haciendo. Después vino todo lo demás, los caminos diferentes, los amigos
diferentes, los sueños diferentes. Se querían y se fueron construyendo puentes
entre sueños paralelos. Pero eso fue hace mucho tiempo, antes de todos los
reproches y las vendas en los ojos, antes de otros labios, otras bocas, otros
casi-tequieros. Estaban con las manos cerradas y los hombros apretados, porque
él iba a decirlo y ella sabía que lo escucharía. Sin mirarse se vieron en
tiempo atrasado, se taponaron venas y oídos con espesas planchas de miedo.
-Te quiero. –dijo él.
-Yo también te quiero.
–contestó ella.
Y no hubo más miradas.
Y fue una historia como tantas, tan pasajera como eterna. No hubo más remedio
que un final no terminado. Pero esa historia es tan monótona, tan repetida, que
la conocemos a diminutos detalles con nombrar grandes rasgos. Pero detrás de
cada historia, detrás de cada tequiero dicho, existe un tequiero no dicho.
Y así fue como el
tequiero, que aquel hombre que se encontró ella se quedó esperando, se quedó
muerto en alguna acera, junto al pescado del día anterior que tiró alguna
tienda de ultramarinos. Él fumó cientos de paquetes de cigarrillos para calcinar
la cobardía de aquella mujer en la que creyó, para dejar de creer en ella.
Aunque el tiempo pasaba lento y él esperaba encontrársela, que ella le dijera
que lo hizo, que le dejó pero que nunca se atrevió a llamar. Hasta que apareció
un vuelo barato a un país de América del Sur, un vuelo tan barato que alguien
que no tiene nada puede permitirse. Alguien que no tiene nada, que no tiene
nada que perder, es libre, porque puede permitírselo todo. Incluso meter un par
de mudas en una mochila y subir a un avión que tardará cinco días, parando en
Estambul, Bangladesh, Londres y Taiwán, antes de llegar a su destino en Uruguay.
¿Por qué Uruguay?, se preguntaron en el aeropuerto al verlo marchar. ¿Por qué
no? Ese era el motivo fundamental, que no había un por qué no.
Así fue como llegó a
Uruguay, después de recorrer la soledad y el tiempo, después de no tener nada.
Pudo volver a respirar. Sus pulmones volvían a tener una función. Su corazón
tenía sentido en aquel cuerpo.
Empezó a recolectar
nada, y a amontonarlo todo. Cuando paseaba tranquilo por una carretera perdida,
pasó un coche. Había pasado tanto tiempo que la vida había vuelto a empezar
miles de veces. Allí estaba ella, con las manos cerradas, en su viaje de recién
casados. Con las manos cerradas. Tan cerradas que no pudo verlo, sólo porque a
él le había crecido barba.
Certero post, un placer leerte por aquí.
ResponderEliminarBesos.