Reseñas y opiniones de libros, voz en poemas, algún escrito propio.
Cualquier cosa improvisada dentro de esa magia que llamamos literatura.

viernes, 28 de marzo de 2014

Carta a Miguel Hernández



Querido Miguel:
Hoy estaba recorriendo mi mundo, el tuyo; el que, siendo el mismo, se va alejando del que tú conocías. Hoy estaba compartiendo con otros seres humanos esta existencia que luchamos cada día por sublimar cuando, de pronto, he caído en la cuenta de que hoy es veintiocho de marzo. Otro año más, hoy hace setenta y dos años que dejaste este mundo en una fría cárcel, rodeado de rencor, y pasaste a la eternidad. Pero, Miguel, tu eternidad es injusta, está llena de gloria y olvido.



Me vienen esos versos tuyos al recuerdo.

Tu corazón, ya terciopelo ajado,
llama a un campo de almendras espumosas
mi avariciosa voz de enamorado.

A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.

¡Qué cercana estaba tu injusta partida de este mundo…! ¿Quién te llora a ti, Miguel? Si los hombres están cargados de silencio.

Tu gran amigo, Aleixandre, te echó de menos siempre. Esto escribió en tu tumba, Miguel.

Nadie gemirá nunca bastante.
Tu hermoso corazón nacido para amar
murió, fue muerto, muerto, acabado, cruelmente acuchillado de odio.
¡Ah!, ¿quién dijo que el hombre ama?
¿Quién hizo esperar un día amor sobre la Tierra?
¿Quién dijo que las almas esperan el amor y a su sombra florecen?
¿Que su melodioso canto existe para los oídos de los hombres?

Tierra ligera, ¡vuela!
Vuela tú sola y huye.

Yo no sé lo que tú llorabas, Miguel. Mi juventud, no tan lejana a la tuya, no me deja comprender. Pero hoy me he sentado en un parque y el viento del pueblo ha azotado las ramas de los árboles; estabas en el viento, en las hojas, en el agua, en la hierba. Tu voz susurraba esperanza, aliento para los hombres que paseaban cabizbajos. Tu alma impulsaba los corazones a latir alegría y justicia. Yo no sé lo que tú llorabas, Miguel, pero sé que fuiste humano. Humano, ¡qué gran responsabilidad!
Sé que tú, Miguel, tenías la humildad y la valentía de amar la vida.

Sólo quien ama vuela. Pero, ¿quién ama tanto
que sea como el pájaro más leve y fugitivo?
Hundiendo va este odio reinante todo cuanto
quisiera remontarse directamente vivo.

Amar ... Pero, ¿quién ama? Volar ... Pero, ¿quién vuela?
Conquistaré el azul ávido de plumaje,
pero el amor, abajo siempre, se desconsuela
de no encontrar las alas que da cierto coraje.

Hace unos meses, mi padre y yo anclamos los pies en tu tumba. Allí no estabas, Miguel, ¡allí no estabas! Latías hoy en el rumor de las hojas, en lo alto de la luz; nunca en una losa fría. Lates en el mundo cálido y sensible.

Dos especies de manos se enfrentan en la vida,
brotan del corazón, irrumpen por los brazos,
saltan, y desembocan sobre la luz herida
a golpes, a zarpazos.

La mano es la herramienta del alma, su mensaje,
y el cuerpo tiene en ella su rama combatiente.
Alzad, moved las manos en un gran oleaje,
hombres de mi simiente.


Querido Miguel, la vida sigue transcurriendo en esto que un día decidimos llamar mundo, las personas siguen muriendo y dejándose morir. Pero, ¡Miguel, sonríe!, que revitalizaste la vida, ¡que le diste sentido!, que te recordamos a este lado de la orilla, en este rincón de la tierra.

Te debemos tanto, la deuda es tan enorme; y hay tanto silencio. No vamos a llorar, Miguel. Tus hijos, tus amigos, tus herederos que no saben qué heredaron, no vamos a llorar. 

Vamos a levantar la voz y la poesía, brindando por ti, ¡bien alto!, ¡orgullosos y humanos!, brindando contigo, compañero del alma, compañero.

martes, 25 de marzo de 2014

Lectura no recomendable









Cuéntame cómo era ayer el mundo, que el de hoy se cae a pedazos. Dicen que siempre hubo esta sensación de orfandad, pero yo no puedo sentirla en mi piel. Yo me caigo ahora a pedazos. La trivialidad del fútbol y la policía de apodera de las calles, ni siquiera el tiempo y la muerte parecen tener importancia. ¿En qué mundo vivimos? Cuéntame cómo era pasear por una calle cuando las personas se miraban y se deseaban buenos días, cuando existía un enemigo al que aniquilar y no un enemigo ambiental, un enemigo que se respira en las sombras, incorpóreo, sin identidad definida. Siéntate aquí, y mírame a los ojos, para contarme cómo antes las personas se miraban a los ojos; dime como era tener un perro que caminaba a tu lado sin necesidad de una correa. Háblame de todo aquello que existió: la confianza y el honor; porque los primeros hombres pusieron nombre a lo que existía, lo que no existe nunca se denominó. Así que no me hagas creer que no existieron porque la libertad, la confianza y el honor tienen nombre, existieron. O, ¿acaso fueron elucubraciones de poetas locos, de artistas desvelados que confiaron en un mundo? Porque mientras el mundo duerme, es muy fácil confiar en él. Lo sé, porque salgo a la calle de madrugada y no hay seres humanos, ni odio, ni rencor, ni falsas miradas; y entonces todo puede existir. Es como si el mundo fuera nuevo, como si al amanecer pudiéramos crear un lugar donde vivir. ¡Vivir!, que nunca fue lo mismo que sobrevivir. ¡Cuéntame que aún existe esperanza para la raza humana! Aún conservas luz en la mirada, a ratos ocupas tu pequeña despensa y te apagas pero, a ratos, ¡porque aún conservas luz en la mirada! Aún me miras a los ojos y confías y dices que todo va a estar bien en este mundo que se cae a pedazos entre insultos callados y miradas nunca cruzadas.
      Hablar con uno mismo es darse cabezazos en una iglesia vacía, donde retumba el eco de las plegarias que nunca fueron concedidas. Porque se rezó a mil dioses para evitar una fatídica muerte, pero murieron. Todos murieron en la esperanza de que el mundo cambiara sin caerse a pedazos. Ahora sólo quedan piezas sin esquinas, cachitos perdidos de vaso que se estrelló contra el suelo en algún mal humor de alguno de aquellos dioses. También la desesperanza será una ofensa a los dioses, quizá por eso a la raza humana no le quedé salvación. Demasiadas ofensas a esos seres que nunca supimos dónde nos abandonaron para irse a jugar al mus, apostando –quizá- con nuestras almas.

domingo, 23 de marzo de 2014

Detrás de cada tequiero dicho, existe un tequiero no dicho.





Estaban en un restaurante con las manos cerradas. Ella se había encontrado con otro hombre poco antes de llegar a esa mesa, él se sentía tan atrapado que se quitó el cinturón para ir a cenar. Se habían conocido en el colegio, como adolescentes que aprenden a vivir sin saber que lo están haciendo. Después vino todo lo demás, los caminos diferentes, los amigos diferentes, los sueños diferentes. Se querían y se fueron construyendo puentes entre sueños paralelos. Pero eso fue hace mucho tiempo, antes de todos los reproches y las vendas en los ojos, antes de otros labios, otras bocas, otros casi-tequieros. Estaban con las manos cerradas y los hombros apretados, porque él iba a decirlo y ella sabía que lo escucharía. Sin mirarse se vieron en tiempo atrasado, se taponaron venas y oídos con espesas planchas de miedo.
            -Te quiero. –dijo él.
            -Yo también te quiero. –contestó ella.
            Y no hubo más miradas. Y fue una historia como tantas, tan pasajera como eterna. No hubo más remedio que un final no terminado. Pero esa historia es tan monótona, tan repetida, que la conocemos a diminutos detalles con nombrar grandes rasgos. Pero detrás de cada historia, detrás de cada tequiero dicho, existe un tequiero no dicho.
         Y así fue como el tequiero, que aquel hombre que se encontró ella se quedó esperando, se quedó muerto en alguna acera, junto al pescado del día anterior que tiró alguna tienda de ultramarinos. Él fumó cientos de paquetes de cigarrillos para calcinar la cobardía de aquella mujer en la que creyó, para dejar de creer en ella. Aunque el tiempo pasaba lento y él esperaba encontrársela, que ella le dijera que lo hizo, que le dejó pero que nunca se atrevió a llamar. Hasta que apareció un vuelo barato a un país de América del Sur, un vuelo tan barato que alguien que no tiene nada puede permitirse. Alguien que no tiene nada, que no tiene nada que perder, es libre, porque puede permitírselo todo. Incluso meter un par de mudas en una mochila y subir a un avión que tardará cinco días, parando en Estambul, Bangladesh, Londres y Taiwán, antes de llegar a su destino en Uruguay. ¿Por qué Uruguay?, se preguntaron en el aeropuerto al verlo marchar. ¿Por qué no? Ese era el motivo fundamental, que no había un por qué no.
          Así fue como llegó a Uruguay, después de recorrer la soledad y el tiempo, después de no tener nada. Pudo volver a respirar. Sus pulmones volvían a tener una función. Su corazón tenía sentido en aquel cuerpo.
          Empezó a recolectar nada, y a amontonarlo todo. Cuando paseaba tranquilo por una carretera perdida, pasó un coche. Había pasado tanto tiempo que la vida había vuelto a empezar miles de veces. Allí estaba ella, con las manos cerradas, en su viaje de recién casados. Con las manos cerradas. Tan cerradas que no pudo verlo, sólo porque a él le había crecido barba.